ROSELLÓ CALAFELL, Gabriel. Relaciones exteriores y praxis diplomática cartaginesa. El periodo de las Guerras Púnicas. Sevilla: Editorial Universidad de Sevilla-Prensas de la Universidad de Zaragoza. Libera Res Pvblica, 8, 2022, 240 pp. [ISBN: 978-84-472-2438-8]

En las últimas décadas han proliferado los estudios sobre las relaciones internacionales en el mundo antiguo, especialmente los dedicados a la Grecia Clásica, a los estados helenísticos y a Roma. En este sentido, la monografía “Relaciones exteriores y praxis diplomática cartaginesa. El periodo de las Guerras Púnicas” viene a cubrir un vacío relevante en el panorama historiográfico. En efecto, a pesar de los abundantes trabajos que se centran en los acontecimientos políticos y militares de Cartago en su expansión por el Mediterráneo, ninguno había tenido como objetivo central el análisis de sus instituciones y dispositivos diplomáticos. A la hora de abordar esta cuestión, como el propio autor subraya desde el inicio de la obra, la inmensa mayoría de los testimonios e informaciones con las que contamos sobre las mismas proceden de fuentes grecorromanas marcadamente tendenciosas y muy críticas hacia el ámbito púnico. La eficacia propagandística de este planteamiento ha quedado recogida en el concepto de Punica fides tal y como ha llegado hasta nuestros días: sinónimo de absoluta deslealtad y nulo respeto a los compromisos contraídos. El desafío, por tanto, es doble: reconstruir desde ese relato los mecanismos exteriores cartagineses y separar, desde un minucioso análisis de los textos antiguos, subjetividad y realidad.

Los contenidos del libro se hayan estructurados en cuatro grandes apartados temáticos. El primero de ellos, de índole introductoria, nos proporciona un estado de la cuestión sobre las relaciones exteriores de Cartago en el Mediterráneo en la etapa de las Guerras Púnicas (264-146 a. C.), contextualizando históricamente los mecanismos y praxis analizados en los capítulos siguientes.

Tras una breve referencia a los problemas generales que la historiografía antigua presenta, el autor analiza las relaciones de la metrópoli africana con Roma a partir de los denominados tratados romano-púnicos. Estos documentos establecían un marco de entendimiento entre los signatarios, reflejando sus respectivos intereses y preocupaciones, así como una intensa actividad diplomática hasta el estallido de la crisis con los mamertinos. Iniciado el conflicto, tras fallidas tentativas de paz (como la del cónsul Régulo en el 255), el Tratado de Lutacio habría supuesto un nuevo status quo a favor de los itálicos. Durante el periodo de entreguerras se constatan abundantes contactos: peticiones de auxilio a Roma frente a rebeliones de mercenarios (239-237); la visita de delegados romanos a Hispania para entrevistarse con Amílcar (231) y, más adelante, con Asdrúbal (226) para firmar el Tratado del Ebro, preámbulo del segundo gran enfrentamiento entre las dos potencias. La entrada en la fase final de esta guerra supuso la reactivación de la vía diplomática, hasta la firma de la severa capitulación del 201. A partir de entonces, Cartago vio limitado su campo de actuación al hinterland africano, bajo una presión númida que Roma, indiscutible potencia hegemónica, favorecía en sus arbitrajes entre ambas civilizaciones. La recuperación económica púnica, con el aumento de competitividad comercial que aparejaba, así como la voluntad expansionista de un sector senatorial romano propiciarían un tercer y definitivo enfrentamiento. A través de sus recursos diplomáticos Cartago habría tratado de evitarlo hasta el último instante, cuando rechazó el ultimátum que les exigía abandonar la ciudad. A partir de entonces, la guerra habría enmarcado las últimas negociaciones entre los bandos enfrentados.

En lo que a las relaciones exteriores con otros Estados del Mediterráneo respecta, el autor pormenoriza las desarrolladas con el resto de antiguas colonias fenicias, con facciones númidas, con algunos reinos helenísticos (Siracusa, el Egipto lágida, Macedonia y Siria), así como con su antigua metrópoli: Tiro, a la que le unía un intenso vínculo religioso.

El segundo apartado examina aquellas instituciones y estrategias empleadas por los cartagineses en sus comunicaciones diplomáticas. Respecto a las primeras, el senado cartaginés o Adirim habría protagonizado la gestión de la política exterior, ocupándose también de la acogida de las comisiones extranjeras y de atender a los legados enviados por sus generales que combatían lejos de la capital. Solo en la etapa final del estado púnico, en vísperas del tercer enfrentamiento contra Roma, se podría advertir cierta democratización en dicho ámbito, cobrando algo más de relieve la Asamblea.

Dentro de los órganos con importantes atribuciones diplomáticas, el autor atribuye gran relevancia a la denominada Comisión de los Treinta, un consejo reducido dentro del Adirim, integrado por grandes personalidades y cuya existencia real es controvertida en la historiografía moderna. Para ello, rastrea y analiza sus menciones en las fuentes antiguas, concluyendo que habrían actuado en aquellos momentos de mayor peligro para la supervivencia Cartago.

Entre los mecanismos diplomáticos, la política matrimonial está muy presente a la hora de establecer vínculos de interés estratégico o militar. El origen de esta práctica, común en otros pueblos antiguos, podría estar en su herencia fenicia. Las fuentes detallan enlaces nupciales con poblaciones norteafricanas, siracusanas e iberas, constatándose esta práctica de manera especialmente intensa en lo que a la familia bárquida se refiere.

Rehenes y cautivos también fueron aprovechados por los cartagineses en sus maniobras diplomáticas. Así, se encuentran presentes como requisito previo al inicio de negociaciones, como garantía de cumplimiento de acuerdos y como medio de presión para garantizar el cobro de tributos y el envío de auxiliares a sus ejércitos. A ello cabe sumar el valor simbólico que su posesión comportaba, reflejando una situación de dominio sobre sus comunidades de origen.

El tercer apartado está dedicado a los espacios en los que se desarrollaban los procedimientos diplomáticos. En primer lugar, analiza lo que denomina como “espacios de seguridad”, los escenarios de encuentros (conloquium) entre grandes líderes políticos y militares, tanto por tierra como por mar. El lugar de la cita, la escolta de acompañamiento de los mandos y el simbolismo de ornamentos y gestos reflejaban en gran medida el talante de los mismos. Los campamentos militares, especialmente los de invierno, también habrían tenido relevancia como escenarios políticos. Por último, la curia, sede habitual del Adirim, y el templo de Esculapio, de forma más anecdótica e incluso controvertida, comparecen en los textos antiguos como centros de recepción de embajadas.

El cuarto y último capítulo, el de mayor extensión, analiza la puesta de escena de los embajadores púnicos en el conjunto de los testimonios escritos. El primer apartado está propiamente dedicado a las características de las legationes. En lo que a su extracción social se refiere, como el tratamiento que les conceden las fuentes y el análisis onomástico ponen de manifiesto, los individuos elegidos para servir como emisarios procederían de las familias más distinguidas de Cartago, miembros en muchos casos del Adirim. Bien por tradición local, o siguiendo modelos helenísticos, dos cifras se repiten habitualmente en la composición numérica de las embajadas: treinta y diez. A tenor de las escuetas noticias al respecto, la comitiva que las acompañaba se hallaba integrada por intérpretes, escoltas y asistentes (libres y esclavos) de diversa índole, pudiendo reflejar su tamaño la relevancia de la misión encomendada.

Entre los elementos simbólicos asociados a los embajadores, encontramos cintas, ramas o caduceos, también presentes el ámbito grecorromano. Otros, como la prosquynesis, nos remiten a un origen claramente oriental. En cualquier caso, los cartagineses se hallarían plenamente integrados en los códigos internacionales de la koiné mediterránea, pudiendo incluso haber trasladado algunas de estas prácticas a sus dominios ibéricos.

La entrega de regalos diplomáticos es analizada desde dos puntos de vista: como expresiones de adhesión con los que reforzar vínculos (caso de las coronas de oro votivas y las ofrendas de hospitalidad) o un medio para la captación de voluntades (como los sobornos), atrayendo alianzas o escenificando sumisiones.

El primer apartado del cuarto capítulo se cierra analizando los privilegios y obligaciones de los embajadores. A estos, la administración estatal les habría confiado disposiciones específicas, disponiendo de un escaso margen de autonomía personal a la hora de negociar o cerrar acuerdos. Esto es válido incluso en el caso de aquellos que son presentados como “plenipotenciarios”, presumiblemente elegidos por su prestigio personal en momentos de gran tensión para Cartago. Los legados habrían disfrutado de la inviolabilidad que el ius gentium garantizaba a estas figuras. Tanto en lo que a esta última cuestión respecta, como al respeto de los juramentos sagrados que sancionaban negociaciones y acuerdos, las fuentes filorromanas contraponen peyorativamente la fides púnica frente a la romana.

El segundo apartado del último capítulo se centra en la imagen romana de la diplomacia cartaginesa a tenor del relato de los escritores antiguos. En ese sentido, incluso en los periodos de máximo enfrentamiento, los romanos tratan a los embajadores púnicos con exquisitez, en tanto que los cartagineses incurren en desprecios e incluso amenazas contra las vidas de sus homólogos. Se advierte así la intencionalidad de vincular la presunta deshonestidad púnica como justificación de sus fracasos y, en última instancia, de la hegemonía de Roma. Así, frente a la visión positiva sobre las instituciones de Cartago en la época clásica griega, a partir de las Guerras Púnicas la deslealtad aparece como uno de los principales rasgos de esta civilización. Ya desde del s. II a. C., la fabula palliata de Plauto ilustra una imagen negativa que alcanzaría su zenit tras la destrucción de la capital. En contraposición, las fuentes introducen en sus relatos la figura del “cartaginés razonable”, cuya máxima encarnación es Hanón el Grande, líder de la facción antibárquida, como elemento justificador de las actuaciones romanas.

Tampoco la apariencia y la gestualidad de los estadistas púnicos se libran de la despectiva pluma de los escritores antiguos. La primera es plasmada como exótica y fácilmente distinguible. En cuanto a la segunda, el histrionismo de los cartagineses merma su capacidad de convicción y genera el deprecio de los romanos. Algunas de sus actitudes específicas, como la prosternación corporal, podrían tener su origen en contactos con el ámbito persa para después haber sido transmitidos por ellos a Iberia. En cualquier caso, evidenciarían ciertas peculiaridades en sus praxis diplomáticas frente a las civilizaciones del entorno que, deformadas en los textos antiguos, habrían constituido parte de la imagen negativa del topos. También a partir de los discursos puestos en boca de los prohombres cartagineses, construidos ex nihilo por los autores clásicos, se manifiestan algunas de las características de ese estereotipo elaborado: su impiedad hacia los dioses y los juramentos contraídos; la nostalgia por la decadencia de Cartago que ellos mismos habían propiciado; así como una patética admiración hacia las virtus romana, justificando así el supremacismo romano.

En un ajustado apartado de conclusiones, el autor sintetiza las principales contribuciones de la obra. Así señala que los cartagineses habrían contado con mecanismos diplomáticos específicos, contemplados de forma despectiva desde la historiografía filorromana. A pesar de que esta les reduce a caricaturas de sí mismos, es posible a través de una metodología inductiva obtener datos sobre su naturaleza y funcionamiento.

La evolución diplomática de Cartago es paralela a sus coyunturas históricas e intereses. El Adirim aparece como su principal responsable, pudiendo plantearse la existencia del Consejo de los Treinta como una subcomisión del mismo. A partir del 170 la Asamblea habría incrementado su papel en la política exterior del estado.

Las relaciones con Roma habrían pasado de los iniciales foedus de igualdad a la fiscalización de las mismas por la potencia itálica tras la Segunda Guerra Púnica.

El protagonismo que los escritores antiguos atribuyen a los bárquidas, impulsores de un variado abanico de mecanismos diplomáticos, debe ser matizado, pues siempre habrían permanecido subordinados a las instituciones oficiales. En última instancia, la existencia y naturaleza de las distintas facciones en los centros de poder de Cartago son, en gran medida, interesados constructos historiográficos.

En sus relaciones exteriores, los cartagineses recurrieron en frecuentes ocasiones a los matrimonios diplomáticos, poniendo de manifiesto una gran capacidad de adaptación a las comunidades locales, así como al empleo de rehenes y prisioneros de guerra. En lo que respecta a los escenarios y estrategias de negociación, estos no diferían en gran medida de los romanos, siendo muy relevantes los espacios neutrales. La existencia de una simbología diplomática similar a la de otros Estados pone de manifiesto la integración de Cartago en la koiné mediterránea.

Las conclusiones se cierran con la declaración de intenciones que da sentido a la obra y que, a nuestro juicio, ha cumplido con creces: la aspiración de ir más allá del etnocentrismo romano y plantear una reconsideración del papel de Cartago y sus instituciones en el proceso histórico.

Finalmente, la obra incluye un apartado bibliográfico en el que se aparecen todas las referencias citadas y que pone de manifiesto una exhaustiva labor de documentación historiográfica. A continuación, un índice alfabético recoge topónimos, antropónimos y gentilicios, facilitando enormemente consultas puntuales a partir de dichos aspectos. Por último, algunos de los datos recogidos y analizados han sido sistematizados en tablas, incluyéndose un índice de las mismas.

A la hora de valorar el conjunto de la obra, podemos afirmar que cumple con solvencia los objetivos que su autor plantea, contribuyendo no solo a la ampliación de los conocimientos sobre las relaciones exteriores del estado cartaginés y el funcionamiento de sus instituciones políticas, sino también a la adopción de nuevos enfoques con los que abordar su estudio.

Asimismo, cabe destacar el ingente trabajo documental que el autor realizado a partir de las fuentes antiguas. En este sentido, no solo ha rastreado toda la información relevante en ellas para su campo de estudio sino que, a través de un profundo análisis crítico, ha tratado de depurar el componente subjetivo de las noticias que aportan. En el caso de la civilización cartaginesa, habida cuenta de que la inmensa mayoría de los testimonios conservados proceden del ámbito de sus enemigos y detractores, esto es una tarea de gran dificultad, que requiere de un profundo conocimiento de los autores clásicos y de sus obras. Las instituciones y mecanismos diplomáticos púnicos han permanecido siglos ensombrecidos bajo ese barniz, convertidos en un reflejo grotesco contempladas a través del espejo de la historiografía filorromana. A través de la metodología aplicada se logra una nueva percepción, superando tópicos y mostrando una imagen mucho más dinámica y realista de los cartagineses y de su gestión de las relaciones exteriores con otros pueblos. Aunque el grueso de las informaciones analizadas proceden de la historiografía antigua, en la medida que su conservación lo hace posible, el autor también ha revisado testimonios arqueológicos, examinándolos desde el punto de vista iconográfico y antroponímico.

La obra ofrece un panorama novedoso, con una Cartago en la que elementos identitarios propios se combinan con otros compartidos con buena parte de las civilizaciones mediterráneas con las que convivió. Además, también aporta novedades al estado de la cuestión sobre la percepción de los cartagineses en el ámbito grecorromano, profundizando en el origen y evolución de los rasgos que configuran el estereotipo del púnico.

Ante la falta de fuentes primarias cartaginesas y los limitados detalles que los escritores antiguos transmiten sobre algunos de sus organismos administrativos y estrategias diplomáticas, el autor plantea a veces paralelos y extrapolaciones tomando como referencia los de otras sociedades del entorno. Conviene señalar que en todo momento es posible diferenciar en la obra las hipótesis sobre los datos sobre las que se sustentan, algo que no siempre sucede en trabajos históricos tan complejos. Del mismo modo, la base argumental de sus planteamientos se halla sólidamente reforzada al tener en consideración los aportes y posicionamientos de los investigadores más trascendentes sobre dichos temas, mostrando un excelente control y manejo de la historiografía moderna. De esta forma, podemos afirmar que, en las conclusiones a las que llega, se combinan audacia y prudencia.

En lo que respecta al estilo literario del libro, este resulta de lectura amena y fácil asimilación. Su estructura es equilibrada y la configuración de los apartados favorece la exposición y localización de los contenidos. Desde el punto de vista terminológico, el lenguaje utilizado es riguroso y ajustado a la naturaleza jurídica de muchas de las cuestiones tratadas.

Como señalábamos al comienzo de esta reseña, la obra cubre un vacío trascendente en la historiografía moderna sobre la Historia política de Cartago, por lo que estimamos que no solo ha de resultar de gran interés para investigadores sobre relaciones internacionales en el mundo antiguo, sino a un público más amplio que desee aproximarse al estudio de las grandes civilizaciones de este periodo.

Podemos concluir señalando que Relaciones exteriores y praxis diplomática cartaginesa. El periodo de las Guerras Púnicas constituye una excelente demostración de rigor histórico y que supone un relevante avance en nuestro estado de conocimiento sobre la siempre sugerente civilización cartaginesa.

Enrique Hernández Prieto
Universidad de Salamanca
graco@usal.es